"NUESTRA SEÑORA
del Sábado Santo"
Carta Pastoral para el año 2000-2001Carlo Maria Martini
Cardenal Arzobispo de Milán
Esta carta pastoral se publica cuando aún estamos
en el año del Gran Jubileo, que terminará el 6 de enero de 2001. Por esa razón,
de varias partes me han sugerido que no escriba una carta programática.
Efectivamente, no estaría bien, superponer iniciativas nuevas a las ya
numerosas previstas por el calendario del Jubileo, en particular la
peregrinación diocesana a Roma el 4 de noviembre de 2000.
Se desea más bien una carta que sea como un reposo
en el camino, una pausa que nos ayude a situarnos en el contexto presente, nos
sostenga para reencontrar visión y aliento en el tiempo que atravesamos, un
poco en el estilo de la Carta de presentación a la Diócesis del Sínodo
XLVII (1995) y de la Carta Ripartiamo da Dio (1996).
¿Qué querrá decir “hacer un alto”? Me viene a la
mente algún momento significativo del reciente viaje a Jerusalén de Juan Pablo
II. Hemos visto un Papa, curvado bajo el peso de los años y de las fatigas,
detenerse en silencio junto al Muro de los Lamentos, en actitud de humildad,
teniendo en la mano el papel que contenía el pedido de perdón: lentamente ha
introducido el papel entre las ranuras del muro, repitiendo un gesto familiar a
millones de hebreos, uniéndose idealmente a la tradición de oración y de
sufrimiento de un pueblo entero. Lo hemos visto, poco antes de su partida,
silencioso y en oración junto a la roca del Calvario: leíamos en él una actitud
de todos nosotros, en descanso silencioso y contemplativo en el camino del
tiempo, en el esfuerzo de comprender el sentido de cuanto hemos vivido y
sufrido, en escucha de lo que el Espíritu nos quiere decir al inicio del nuevo
milenio.
He reflexionado así sobre el sentido que puede
tener este “sábado del tiempo” que es el Gran Jubileo. El Jubileo – según el
texto fundante de Levitico 25,8-17 – es, en efecto, el “sábado de los
sábados”, el “sabático de los sabáticos”, el año que llega después de siete
semanas de años y participa por lo tanto de la sacralidad del sábado, el día
del reposo de Dios y de sus creaturas. Es el año de la proclamación de la
primacía absoluta del Señor sobre la vida y sobre la historia, de la
restauración del orden de justicia y de paz entre los hombres y en la creación,
según el designio del Eterno. Pide reequilibrar todas las desarmonías
acumuladas en el tiempo: pide el reposo de los campos, la restitución de los
bienes a sus primitivos propietarios, la condonación de las deudas, la
liberación de los esclavos. Es un descanso que expresa el sentido religioso del
tiempo, una pausa que reclama el dominio de Dios sobre el cosmos y sobre las
vicisitudes humanas.
En el año jubilar, entonces, hacemos memoria del
precioso don del “sábado” al pueblo de Israel, cuya fe es la santa raíz de la
Iglesia (Rom 11,16.18), y redescubrimos la santidad del tiempo, envuelto
en la bendición de Dios. Esto nos permite mirar confiadamente sobre las
vicisitudes de la historia, porque nos recuerda que el Dios de la alianza es
fiel y no se cansa de cuidar a su pueblo en camino hacia la patria prometida.
Pero para nosotros, cristianos, hay otro “sábado”
en el centro y el corazón de nuestra fe: es el Sábado santo, engastado en el
triduo pascual de la muerte y resurrección de Jesús como un tiempo denso de
sufrimiento, de espera y de esperanza.
Es un sábado de gran silencio, vivido en el llanto
de los primeros discípulos que tienen aún en el corazón las imágenes dolorosas
de la muerte de Jesús, leída como el fin de sus sueños mesiánicos. Es también
el sábado de María, virgen fiel, arca de la alianza, madre del amor. Ella vive
su Sábado santo en las lágrimas, pero a la vez en la fuerza de la fe,
sosteniendo la frágil esperanza de los discípulos. Me pareció que una reflexión
sobre el “Sábado santo”, así como lo han vivido los apóstoles y sobre todo
María, nos podría ayudar a vivir el último tramo del año jubilar devolviéndonos
visión y aliento, permitiéndonos reconocernos peregrinos en el “sábado del
tiempo” hacia el domingo sin ocaso.
Es en este sábado – que está entre el dolor de la
Cruz y el gozo de la Pascua – que los discípulos experimentan el silencio de
Dios, el abatimiento de su aparente derrota, la dispersión debida a la ausencia
del Maestro, que a los hombres les parece que está prisionero de la muerte. Es
en este Sábado santo que María vela en la espera, cuidando la certeza en la
promesa de Dios y la esperanza en la potencia que resucita a los muertos.
Quisiera que entremos en la gracia del Jubileo
pasando a través de la puerta del Sábado santo: en los discípulos reconoceremos
la desorientación, las nostalgias, los miedos que caracterizan nuestra vida de
creyentes en el escenario de fin de siglo y del inicio del milenio; en la
Virgen del Sábado santo leeremos nuestra espera, nuestras esperanzas, la fe
vivida como continuo paso hacia el Misterio. María, virgen fiel, nos hará
redescubrir la primacía de la iniciativa de Dios y de la escucha creyente de su
Palabra; en la esposa de las bodas mesiánicas podremos percibir el valor de la
comunión que nos une como Iglesia mediante el pacto sellado por la sangre de
Jesús y profundizaremos la esperanza del Reino que debe venir; María, madre del
Crucificado, nos conducirá a repensar la caridad, por la cual Él se entregó a
la muerte por nosotros, la caridad que es el distintivo del discípulo y de
donde nace la Iglesia del amor.
Los discípulos y María, en su Sábado santo, nos
ayudarán a leer nuestro paso de siglo y de milenio para responder con verdad,
esperanza y amor a la pregunta que llevamos dentro: ¿adónde va el cristianismo?
¿adónde va la Iglesia que amamos? Quisiera comunicarles la respuesta presente
en mi corazón: estamos en el “sábado del tiempo”, es decir, en el tiempo
santificado por la acción de Dios, tiempo santo en el cual se recapitula el
camino cumplido y se abre el futuro de la promesa, ya que vendrá para todos el
“octavo día” del retorno del Señor Jesús. Es cuanto estamos llamados a vivir
particularmente en este año de gracia del Jubileo, no fuera, sino dentro de las
contradicciones de la historia.
Meditaremos sobre el Sábado santo partiendo ante
todo de la perspectiva de los discípulos perdidos (capítulo I), luego desde la
perspectiva de María Madre de Jesús (capítulo II), para iluminar con la visión
y la fuerza inspiradora de María las preguntas de los discípulos y las de
nuestra poca fe (capítulo III).
Para los creyentes esta mirada al Sábado santo
quisiera ayudar a responder a la doble pregunta, presente en muchos de nosotros
al inicio de este milenio: ¿dónde estamos? ¿adónde vamos?
Para los no creyentes reflexivos – unidos por las
mismas preguntas – quizá podría ser la ocasión para escuchar el testimonio de
la fe sobre el sentido de este tiempo y sobre el sentido de la historia no como
esquema ideológico, sino como fruto de reflexión sufrida y por lo tanto como
soplo purificador, impulso a investigar, a esperar, a escuchar la Voz que habla
en el silencio a quien busca con honestidad.
I
En el silencio y en el extravío del Sábado santo
Nos representamos ante todo la actitud que prevalece
en los discípulos el día después de la muerte de Jesús, para luego interpretar
nuestro tiempo a la luz de esta experiencia suya.
A. El desconcierto de
los discípulos
Me parece que la vivencia de los discípulos en el
sábado posterior a la crucifixión del Maestro es de una gran pérdida. ¿Por qué
están tan perdidos?
Porque su Señor y Maestro ha sido asesinado, su
llamado a la conversión no ha sido escuchado, las autoridades lo han condenado
y no se ve vía de escape o sentido positivo en tal acontecimiento. Se ha
producido, a partir de la Cena pascual, un sucederse vertiginoso de hechos
impredecibles que los ha sorprendido y dejado mudos. Como los dos discípulos
que caminan hacia Emaús el primer día de la semana, tienen el corazón triste (Lc
24,17); las anticipaciones que habían tenido (las predicciones de la Pasión
hechas varias veces por Jesús), los gestos fuertes que hasta ahora los habían
sostenido (los milagros del Maestro, su amor mostrado en la Última Cena) han
desaparecido de la memoria. Se tiene la impresión de que Dios ha quedado mudo,
que no habla, que no sugiere más líneas interpretativas de la historia. Es la
derrota de los pobres, la prueba de la justicia no existe.
A esto se añade la vergüenza por haber huido y por
haber renegado del Señor: se sienten traidores, incapaces de afrontar el
presente. Falta toda perspectiva de futuro, no se ve cómo salir de una
situación de catástrofe y de derrumbe de las ilusiones, están ausentes hasta
los signos que comenzarán a sacudirlos a partir de la mañana del domingo (como
las mujeres en el sepulcro vacío, cf. Lc 24,22-23).
B. ¿Pero por qué
detenerse en el Sábado santo?
Mas aquí surge la pregunta: ¿por qué detenerse en
el Sábado santo? ¿No estamos ya en el tiempo del Resucitado? ¿Por qué no
dejarnos inspirar sobre todo por el Domingo de Pascua? ¿Por qué reflexionar
sobre la “pérdida” de los discípulos después de la muerte de Jesús y no en
cambio sobre su gozo cuando lo encuentran viviente (cf. Jn 20,20: “Y los
discípulos se alegraron al ver al Señor”)?
Es verdad: estamos ya en el tiempo de la
resurrección, el cuerpo glorioso del Señor llena con su fuerza el universo y
atrae hacia sí toda creatura humana para revestirla de su incorruptibilidad.
Nuestra actitud fundamental debe ser la alegría pascual.
Y sin embargo, la luz del Resucitado, percibida por
los ojos de la fe, se mezcla aún con las sombras de la muerte. Estamos ya
salvados en la fe y en la esperanza (Rom 8,24), ya resucitados con Jesús
en el bautismo en cuanto al hombre interior, pero nuestra condición exterior
permanece ligada al sufrimiento, a la enfermedad y a la declinación. El pecado
está vencido en su fuerza inexorable de destrucción, pero continúa
comprometiendo innumerables situaciones humanas y llenando la historia de
horrores. Se oprime a los pobres, triunfan los prepotentes, se desprecia a los
mansos.
Nos encontramos en una situación semejante a la de
los dos discípulos de Emaús en la mañana de Pascua. Jesús ha resucitado, las
mujeres han encontrado el sepulcro vacío, los ángeles han dicho que no se lo ha
de buscar entre los muertos (Lc 24,2-6.22-23), pero su corazón aún está
oprimido: son “necios y tardos de corazón para creer la palabra de los
profetas” (Lc 24,25). Somos semejantes a los apóstoles en el Cenáculo,
que ya han oído hablar de la resurrección pero están aún encerrados en la casa
por el miedo (Jn 20,19).
En otras palabras, el tiempo que vivimos es aquel
en el cual la “buena noticia” del Señor resucitado es recibida por algunos y es
rechazada por otros, y debe abrirse camino entre la desconfianza y el rechazo.
Jesús crucificado ya está en la gloria del Padre y es Señor de los tiempos (“He
recibido todo poder en el cielo y en la tierra”, Mt 28,18), pero la
evidencia de su resurrección y la gloria de su triunfo permanecen velados y se
contemplan con la mirada de la fe, superando el trauma del Viernes santo y el
extravío del Sábado, para acoger el designio misterioso de la salvación
justamente a través de la cruz (“¿No era necesario que el Cristo soportara
estos sufrimientos para entrar en su gloria?, Lc 24,26). Estamos, pues,
en el régimen de la fe y de la esperanza, en el que es necesaria la apertura de
la mente para recibir la “buena noticia” (“entonces les abrió la mente a la
inteligencia de las Escrituras”, Lc 24,43) y el ensanchamiento de los
horizontes para esperar “contra toda esperanza” (Rom 4,18) frente a la
condición de muerte que reina en la humanidad. En efecto, “el último enemigo a
ser aniquilado será la muerte” (1Cor 15,26).
Estamos en un tiempo que se define “del ya y
del todavía no”: Jesús está ya resucitado y glorioso, su gracia
comienza a transformar los corazones y las culturas, pero todavía no se
trata de la victoria final y definitiva que se dará solo con el retorno del
Señor al final de los tiempos. Por lo tanto, los sentimientos de extravío y de
miedo de los primeros discípulos en el Sábado santo deben ser contrastados y
vencidos con la fe y la esperanza de María. Tratemos, entonces, de darnos
cuenta de cuanto en nuestro tiempo está signado por la desconfianza, para
someterlo a la gracia de la alegría pascual.
C. Nuestro modo de
vivir este sábado de la historia
En la inquietud de los discípulos me parece poder
reconocer las inquietudes de tantos creyentes de hoy, sobre todo en Occidente,
a veces perdidos frente a los así llamados signos de la “derrota de Dios”. En
este sentido, nuestro tiempo podría verse como un “Sábado santo de la
historia”. ¿Cómo lo vivimos? ¿Qué cosa nos vuelve un poco perdidos en el
contexto actual de nuestra situación? Una suerte de vacío de la memoria, una
fragmentación del presente y una carencia de imagen del futuro.
1. Ante todo la memoria del pasado se ha
vuelto débil. En realidad no faltan recuerdos que podrían sostener y dar
aliento: existe en nuestro contexto europeo y nacional la memoria de un gran
camino cristiano ligado a símbolos prestigiosos y lugares de gran sugestión –
basta pensar en las grandes catedrales, en lugares como Roma, Asís, etc. – Son
muchas las huellas que la tradición judeo-cristiana ha dejado en el modo de concebir
la vida, de honrar la dignidad de la persona, de promover la auténtica
libertad; la presencia del cristianismo ha signado nuestra historia con
vestigios indelebles.
Pero esta memoria se ha debilitado en el plano de
la vivencia cotidiana. Muchos ya no pueden integrarla en su experiencia, como
para extraer de ella comprensión segura del presente y confianza para el
futuro. El avance lento pero progresivo del secularismo (en formas diferentes
según los diversos ámbitos de vida) suscita la pregunta: ¿adónde estamos yendo?
Crece la dificultad de vivir el cristianismo en un contexto social y cultural
en el cual la identidad cristiana ya no está protegida y garantizada, sino
desafiada: en no pocos ámbitos públicos de la vida cotidiana es más fácil
decirse no creyente que creyente; se tiene la impresión de que el no creer se
da por descontado, mientras que el creer tiene necesidad de justificación, de
una legitimización social ni obvia ni descontada.
2. Si la memoria de las raíces del pasado se hace
débil, la experiencia del presente se vuelve fragmentaria y prevalece el
sentido de la soledad. Cada uno se siente un poco más solo.
Esta soledad se encuentra ante todo en el nivel de
la familia: las relaciones entre los cónyuges y las relaciones entre
padres e hijos entran fácilmente en crisis y cada uno tiene la impresión de
tener que arreglarse por sí mismo.
Disminuye la capacidad de incorporación de las
grandes agencias sociales e incluso de la parroquia, en particular en lo
que respecta a los jóvenes. No pocos movimientos parecen dar señales de
envejecimiento o al menos de no suficiente recambio generacional.
Se fragmentan las agrupaciones políticas y
los varios intentos de coalición sufren por el retorno de los individualismos
de grupo. Aún allí donde múltiples realidades de voluntariado actúan con éxito
y dedicación, se encuentra una cierta incapacidad de dejarse coordinar para una
acción más eficaz, de entrar “en red”.
Se sigue de esto una autorreferencialidad
que encierra en sí mismos individuos y grupos. En este contexto no asombra el
crecimiento de una indiferencia ética general y de un cuidado convulsivo de los
intereses y privilegios propios.
Nos hallamos dentro de un gran movimiento de globalización,
que parecería corresponder a la tendencia hacia la manifestación de la
fraternidad y unidad del género humano que nace de la revelación bíblica. Sin
embargo, este proceso de universalización de los intercambios de bienes, de
valores y de personas se da en el cuadro de un neoliberalismo y de un
neocapitalismo que castiga y margina a los más débiles y aumenta el número de
los pobres y de los hambrientos de la tierra.
3. El esfuerzo de vivir e interpretar el presente
se proyecta sobre la imagen de futuro de cada uno, que resulta desteñida
e incierta. Del futuro se tiene más miedo que deseo. Signo de esto es la
dramática disminución de la natalidad, así como el descenso de las vocaciones
al sacerdocio y a la vida consagrada.
Una metáfora del miedo al futuro se encuentra en la
inclinación creciente de los jóvenes a vivir y divertirse de noche. Uno se
aferra al instante fugaz, olvidando las incertezas y las turbaciones del día,
evitando la confrontación con un hoy y un mañana comprometedores (¿no habrá
también aquí un reclamo para leer, en la tradición cristiana de la Vigilia
Pascual y de las otras grandes vigilias y adoraciones nocturnas, una
posibilidad, hasta ahora poco explorada, de ofrecer respuestas de significado a
la inquietud que se expresa aquí?)
También aquella gran visión de futuro que se
expresa en el fenómeno de la mundialización permite prever para el mundo
del mañana más bien una unidad de dominio de los más fuertes y de los más
ricos, una unidad de la torre de Babel (cf. Gen 11,1-9) que una unidad
de comunión de bienes, una unidad de Pentecostés y de la primitiva comunidad de
Jerusalén (cf. Hech 2-4).
II
El Sábado santo de María
El Viernes santo, después de la muerte de Jesús, el
discípulo Juan “tomó a María consigo” (Jn 19,27), en su corazón y en su casa.
No resulta fácil imaginar lo que quiere decir esto: ¿se trata de una casa en
Jerusalén? ¿O de un simple lugar de apoyo para los peregrinos de Galilea a
Jerusalén en ocasión de la Pascua?
Trato de entrar en esta casa donde la Madre de
Jesús vive su “Sábado santo” y de iniciar, con el permiso de Juan, un diálogo
con ella. Un diálogo hecho ante todo de contemplación de su modo de vivir este
momento dramático.
Contemplo a María: permaneció en silencio al pie de
la cruz en el inmenso dolor de la muerte del Hijo y permanece en silencio en la
espera sin perder la fe en el Dios de la vida, mientras el cuerpo del
Crucificado yace en el sepulcro. En este tiempo que está entre la oscuridad más
densa – “se oscureció toda la tierra” (Mc 15,33) – y la aurora del día
de Pascua – “a la madrugada del primer día después del sábado... cuando salía
el sol” (Mc 16,2) – María revive las grandes coordenadas de su vida,
coordenadas que resplandecen desde la escena de la Anunciación y caracterizan
su peregrinación en la fe. Justamente así ella nos habla al corazón, a
nosotros, peregrinos en el “Sábado santo” de la historia.
1. El sábado del silencio de Dios, Tú eres y
permaneces la “Virgo fidelis” y nos obtienes la “consolación de la mente”.
¿Qué nos dices, Madre del Señor, desde el abismo de
tu sufrimiento? ¿Qué sugieres a los discípulos desorientados?
Me parece que tú nos susurras una palabra,
semejante a la que un día pronunció tu Hijo: “¡Si tuvieran fe como una semilla
de mostaza...!” (Mt 17,20).
¿Qué quieres comunicarnos? Tú querrías que
nosotros, partícipes de tu dolor, participáramos también de tu consolación. Tú
sabes, en efecto, que Dios “nos consuela en todas nuestras tribulaciones para
que también nosotros podamos consolar a los que están en toda clase de
aflicción con la consolación con la cual nosotros somos consolados por Dios” (2Cor
1,4).
Es la consolación que viene de la fe. Tú, María, en
el Sábado santo eres y permaneces la “Virgo fidelis”, la Virgen creyente, tú
llevas a cumplimiento la espiritualidad de Israel, alimentada de escucha y de
confianza.
Pero ¿cómo obra la consolación que viene de la fe?
Esta asume formas diversas y una de ellas – de la cual hoy tenemos tanta
necesidad – puede ser llamada la “consolación de la mente”. ¿De qué se trata?
Es un don divino muy simple, que permite intuir
como en una mirada única la riqueza, la coherencia, la armonía, la cohesión, la
belleza de los contenidos de la fe. Un teólogo contemporáneo, Hans Urs von
Balthasar, la llamaba “percepción de la forma” (“Schau der Gestalt”),
intuición del vínculo que une entre sí todas las verdades de salvación y devela
su proporción y fascinación. Frente a la evidencia del sufrimiento y de la
muerte, que tiende a aplastar el corazón, esta intuición se presenta como una
gracia del Espíritu Santo que hace resplandecer tanto la “gloria de Dios” que ilumina
con la luz de la verdad hasta los ángulos más tenebrosos de la historia. Es la
gracia de percibir la gloria de Dios que se manifiesta en el conjunto de los
gestos con los que el Padre se da al mundo en la historia de la salvación y, en
particular, en la vida, muerte y resurrección de Jesús. Es el don de presagiar
detrás y debajo de los acontecimientos de la fe los vestigios del misterio de
la Trinidad.
La “consolación de la mente” (o “consolación
intelectual”) se tiene cuando los gestos y las palabras consignadas en las
Escrituras se relacionan con otros gestos y palabras de la revelación: quien
recibe esta gracia siente que cada piedrecita del mosaico ilumina las vecinas y
se compone con las más lejanas en un diseño convincente y fulgurante. Entonces
ya no se queda uno bloqueado en la oración frente a uno u otro de los momentos
singulares de la historia de salvación, incapaz de ver la relación y el
encadenamiento de un hecho o una palabra singular con todas las otras; la mente
advierte una luz que la inunda, el corazón se dilata, la oración brota como de
un fresco manantial.
Es la gracia de la visión sintética y mística del
plan de Dios que a Ti, María, se ha comunicado por las palabras del ángel
Gabriel cuando resumía en tu presencia el destino del hijo de David (“Será
grande y llamado Hijo del Altísimo... su reino no tendrá fin”, Lc
1,32-33). Es la gracia de contemplación unitaria de las constantes del obrar
divino que Tú has cantado en el Magnificat (Lc 1,40-55). Es el ejercicio
del recuerdo meditativo de los hechos salvíficos que Tú, María, has practicado
desde el principio. “María, por su parte, conservaba todas estas cosas,
meditándolas en su corazón” (Lc 2,19); “Su madre conservaba todas estas
cosas en su corazón” (Lc 2,51).
Cada uno de nosotros, cuando recibe esta gracia,
aunque sea sólo un indicio de ella, vive algo semejante a lo que vivieron los
tres discípulos en el monte de la Transfiguración. Contemplando a Jesús con
Moisés y Elías, y oyéndolos hablar del “éxodo” de Jesús a Jerusalén (cf. Lc
9,21), ellos intuyen los lazos profundos que vinculan los miles de episodios
narrados en las Escrituras y perciben la fuerza de unidad que los reúne y lleva
a cumplimiento en la Pasión y Resurrección del Señor. Es una apertura de los
ojos y del corazón que da un sentido profundo de satisfacción y de paz.
Entonces, también las sombras y las tragedias de este mundo se revelan como
atravesadas por la luz de amor, de compasión y de perdón que proviene del
corazón del Padre. Se percibe algo de la verdad de las bienaventuranzas, el
corazón se abre a la esperanza de justicia, a la visión de la victoria de los
pobres y oprimidos de esta tierra.
Un santo que ha gozado de esta gracia de manera
extraordinaria la describe así: “se le empezaron a abrir los ojos del entendimiento...
y esto con una ilustración tan grande, que le parecían todas las cosas
nuevas... recibió una grande claridad en el entendimiento; de manera que en
todo el discurso de su vida, hasta pasados sesenta y dos años, coligiendo todas
cuantas ayudas haya tenido de Dios, y todas cuantas cosas ha sabido, aunque las
ayunte todas en uno, no le parece haber alcanzado tanto, como en aquella vez
sola.” (S. IGNACIO DE LOYOLA, Autobiografía, n. 30)
Nosotros no sabemos, María, qué tipo de consolación
profunda te ha sostenido en tu Sábado santo. Pero estamos seguros de que Quien
te ha concedido tan grandes dones en momentos decisivos de tu existencia te ha
sostenido también en aquel día, en continuidad con todas las gracias
precedentes. La fuerza del Espíritu, presente en ti desde el inicio, te ha
sostenido en el momento de la oscuridad y de la derrota aparente de tu Jesús.
Tú has recibido el don de poder confiarte hasta el fondo en el designio de Dios
y has reconocido en tu intimidad su potencia y su gloria. Así, tú nos enseñas a
creer también en las noches de la fe, a celebrar la gloria del Altísimo en la
experiencia del abandono, a proclamar la primacía de Dios y a amarlo en sus
silencios y en las derrotas aparentes. Intercede por nosotros, Madre, para que
no nos falte jamás aquella consolación de la mente que sostiene nuestra fe y
haz que de una semilla de mostaza brote un árbol capaz de ofrecer refugio a los
pájaros del cielo (cf. Mt 13,31-32).
2. Tú, en el sábado de la desilusión eres la Madre
de la esperanza y nos obtienes la “consolación del corazón”.
¿Qué nos dices aún, María, desde el silencio que te
envuelve? Te escucho repetir, como un suspiro, la palabra de tu Hijo: “Con su
perseverancia salvarán sus vidas” (Lc 21,29).
La palabra “perseverancia” puede traducirse también
con “paciencia”. La paciencia y la perseverancia son las virtudes del que
espera, de quien aún no ve y sin embargo continúa esperando: las virtudes que
nos sostienen frente a los “burlones y sarcásticos, que gritaban: `¿Dónde está
la promesa de su Venida? Desde el día en que nuestros padres cerraron los ojos
todo permanece como al principio de la creación” (2Pe 3,3-4).
Tú, María, has aprendido a aguardar y a esperar.
Has aguardado con confianza el nacimiento de tu Hijo proclamado por el ángel,
has perseverado creyendo en la palabra de Gabriel aún en los períodos largos en
los que no pasaba nada, has esperado contra toda esperanza bajo la cruz y hasta
el sepulcro, has vivido el Sábado santo infundiendo esperanza a los discípulos
perdidos y desilusionados. Tú obtienes para ellos y para nosotros la
consolación de la esperanza, la que se podría llamar “consolación del corazón”.
Si la “consolación de la mente” comporta una
iluminación del intelecto y una “apertura de los ojos” (cf. Lc 24,31),
la “consolación del corazón” (cf. Lc 24,32) – o “consolación afectiva” –
consiste en una gracia que toca la sensibilidad y los afectos profundos,
inclinándolos a adherir a la promesa de Dios, venciendo la impaciencia y la
desilusión. Cuando el Señor parece retrasarse en el cumplimiento de sus
promesas, esta gracia nos permite resistir en la esperanza y no decaer en la
guardia. Es la “esperanza viva” de que habla Pedro (cf. 1Pe 1,3), es la
“esperanza contra toda esperanza” de que habla Pablo a propósito de Abraham
(cf. Rom 4,18), el cual “no dudó de la promesa de Dios, por falta de fe,
sino al contrario, fortalecido por esa fe, glorificó a Dios, plenamente
convencido de que Dios tiene poder para cumplir lo que promete” (Rom 4,20-21).
Tú, Madre de la esperanza, has tenido paciencia y
paz el Sábado santo y nos enseñas a mirar con paciencia y perseverancia aquello
que vivimos en este sábado de la historia, cuando muchos, incluso cristianos,
están tentados de no esperar más en la vida eterna y ni siquiera en el retorno
del Señor. La impaciencia y el apuro característicos de nuestra cultura
tecnológica hacen que nos resulte insoportable cualquier retraso en la
manifestación develada del designio divino y de la victoria del Resucitado.
Nuestra poca fe al leer los signos de la presencia de Dios en la historia se
traduce en impaciencia y fuga, exactamente como les ocurrió a los dos de Emaús
que, aún puestos frente a algunas señales del Resucitado, no tuvieron la fuerza
de esperar el desarrollo de los acontecimientos y se fueron de Jerusalén (cf. Lc
24,13 ss.).
Nosotros te pedimos, Madre de la esperanza y de la
paciencia: ruega a tu Hijo que tenga misericordia de nosotros y nos venga a
buscar en el camino de nuestras fugas e impaciencias, como lo ha hecho con los
discípulos de Emaús. Ruega que una vez más su palabra nos haga arder el corazón
(cf. Lc 24,32).
Intercede por nosotros para que vivamos en el
tiempo con la esperanza de la eternidad, con la certeza de que el designio de
Dios sobre el mundo se cumplirá en su momento y nosotros podremos contemplar
con gozo la gloria del Resucitado, gloria que está ya presente, aunque de
manera velada, en el misterio de la historia.
3. Tú, en el sábado de la ausencia y de la soledad,
eres y permaneces la Madre del amor y nos obtienes la “consolación de la vida”.
En este momento, María, arriesgo una última
pregunta: ¿Qué sentido tiene tanto sufrimiento tuyo? ¿Cómo puedes permanecer
mientras los amigos de tu Hijo huyen, se dispersan, se esconden? ¿Cómo logras
dar sentido a la tragedia que estás viviendo? Me parece que tú nos respondes de
nuevo con las palabras de tu Hijo: “Si el grano de trigo caído en tierra no
muere, queda solo; pero si muere, produce mucho fruto” (Jn 12,24).
El sentido de tu sufrimiento, María, es por tanto
la generación de un pueblo de creyentes. Tú el Sábado santo te nos presentas
como madre amorosa que engendra sus hijos a partir de la cruz, intuyendo que ni
tu sacrificio ni el de tu Hijo son vanos. Si Él nos ha amado y se ha dado a sí
mismo por nosotros (cf. Gal 2,20), si el Padre no lo ha escatimado, sino
que lo ha entregado por todos nosotros (cf. Rom 8,32), Tú has unido tu
corazón maternal a la infinita caridad de Dios con la certeza de su fecundidad.
De allí ha nacido un pueblo, “una multitud inmensa... de toda nación, raza,
pueblo y lengua” (Ap 7,9); el discípulo amado que te ha sido confiado al
pie de la cruz (“Mujer, he ahí a tu hijo”, Jn 19,26) es el símbolo de
esta multitud.
La consolación con la que Dios te ha sostenido el
Sábado santo, en la ausencia de Jesús y en la dispersión de sus discípulos, es
una fuerza interior de la cual debemos ser conscientes, pero cuya presencia y
eficacia se mide por sus frutos, por la fecundidad espiritual. Y nosotros, aquí
y ahora, María, somos los hijos de tu sufrimiento.
La percepción de una fuerza que nos ha acompañado
en momentos duros, incluso cuando no la sentíamos y nos parecía no poseerla, es
una esperanza vivida por todos nosotros. Nos parece a veces estar abandonados
de Dios y de los hombres, y sin embargo, releyendo luego los acontecimientos,
nos damos cuenta de que el Señor continuaba caminando con nosotros, más aún,
nos llevaba en sus brazos. Nos sucede un poco como a Moisés sobre el monte
Horeb: sólo cuando ya había pasado (cf. Ex 33,19-22) pudo ver algo de la
gloria de Dios, que tanto deseaba contemplar (“¡Muéstrame tu gloria!, Ex
33,18).
Una consolación así obra en nosotros y nos sostiene
eficazmente, aún sin una iluminación consciente de la mente o una moción
percibida de los afectos del corazón; ella obra dándonos la fuerza de resistir
en la prueba cuando todo alrededor es oscuridad. La llamo “consolación
sustancial” porque toca el fondo y la sustancia del alma, mucho más
profundamente que todos los movimientos superficiales y conscientes; o bien
“consolación de la vida” porque sus efectos se expresan en la vida cotidiana,
permitiéndonos estar de pie en los momentos más duros (“resistir en el día
malvado”, Ef 6,13), cuando la mente parece envuelta por la niebla y el
corazón está cansado.
Tú conoces, María, probablemente por experiencia
personal, cómo la oscuridad del Sábado santo puede penetrar hasta el fondo del
alma aun en el compromiso total de la voluntad al designio de Dios. Tú nos
obtienes siempre, María, este consuelo que sostiene el espíritu sin que
tengamos conciencia, y nos darás, a su debido tiempo, la visión de los frutos
de nuestro “aguantar”, intercediendo por nuestra fecundidad espiritual. ¡Uno
nunca se arrepiente de haber seguido amando! Entonces nos daremos cuenta de
haber vivido una experiencia semejante a la de Pablo que escribía a los
corintios: “En nosotros obra la muerte, pero en ustedes la vida” (2Cor
4,12).
Tú, María, eres la Madre del dolor, tú eres la que
no cesa de amar a Dios a pesar de su ausencia aparente, y la que en Él no se
cansa de amar a sus hijos, cuidándolos en el silencio de la espera. En tu
Sábado santo, María, eres el ícono de la Iglesia del amor, sostenida por una fe
más fuerte que la muerte y viva en la caridad que supera todo abandono. ¡María,
consigue para nosotros el consuelo profundo que nos permita amar aún en la
noche de la fe y de la esperanza y cuando nos parece que ya ni siquiera se ve
el rostro del hermano!
Tú, María, nos enseñas que el apostolado, la
proclamación del Evangelio, el servicio pastoral, el compromiso de educar en la
fe, de engendrar un pueblo de creyentes, tiene un precio, se paga caro: es así
que Jesús nos ha adquirido: “Ustedes saben bien que fueron rescatados de la
vana conducta heredada de sus padres, no con bienes corruptibles, como el oro y
la plata, sino con la sangre preciosa de Cristo” (1Pe 1,18-19). Dónanos
la íntima consolación de la vida que acepta de buen grado pagar, en unión con
el corazón de Cristo, este precio de salvación. ¡Haz que nuestra pequeña
semilla acepte morir para dar mucho fruto!
III
Hacia el octavo día, en el sábado del tiempo
En la primera parte de la carta les he propuesto
reconocernos en la desorientación vivida por los discípulos el día siguiente a
la muerte de Jesús. En la segunda he querido contemplar con ustedes la fe, la
esperanza y la caridad de Nuestra Señora del Sábado santo. En esta parte final
quisiera poner juntos los dos momentos precedentes para hacerlos interactuar y
tratar de comprender cómo la luz del testimonio de María y las consolaciones
que nos obtiene de su Hijo iluminan nuestras inseguridades y orientan nuestro
camino.
Si el encuentro con los discípulos asustados y
tristes nos ha permitido reconocer la realidad de nuestros temores, de las
resistencias que advertimos en nosotros y a nuestro alrededor y de nuestras
culpas, la fe, la esperanza y la caridad de María pueden ayudarnos a comprender
que el tiempo – también nuestro tiempo – es como un único y gran sábado, en el
que vivimos entre el “ya” de la primera venida del Señor y el “todavía no” de
su retorno, como peregrinos hacia el “octavo día”, el domingo sin ocaso que Él
mismo vendrá a abrir al fin de los tiempos.
1. La mirada de fe
sobre el pasado
Los discípulos del Sábado santo llevan en sí la
memoria de cuanto han vivido con el Maestro. Pero se trata de un recuerdo
cargada de nostalgia y fuente de tristeza porque todo lo que aguardaban y
esperaban con Él y a través de Él parece irremediablemente perdido.
Nosotros también llevamos impresas las huellas de
una imborrable memoria cristiana: basta pensar en nuestra cultura signada por
los grandes valores de la tradición bíblica, comenzando por la idea de
“persona” y del sentido del “tiempo”, entendido como historia orientada hacia
un cumplimiento prometido y esperado. Nuestros espacios vitales están llenos de
huellas de esta memoria: desde las obras de arte, tan a menudo de tema
religioso, hasta nuestras iglesias, al Duomo que es símbolo no sólo de la
iglesia local, sino de la misma identidad civil ambrosiana.
Como para los discípulos en camino hacia Emaús,
totalmente inmersos aún en su Sábado santo, la memoria de estas raíces podría
ser para nosotros simple objeto de nostalgia y quizá de un poco de tristeza:
por tanto, una memoria ineficaz, incapaz de suscitar arranques y empresas
nuevas ricas de generosidad y de pasión. Nuestra Señora del Sábado santo vive
en cambio la memoria como lugar de profecía: recuerda para esperar, revisa el
pasado para abrirse al futuro, en la certeza de que Dios es fiel a sus promesas
y que cuanto ha obrado en ella por el nacimiento del Hijo eterno en el tiempo,
lo obrará análogamente por el renacimiento de Él y de sus hermanos de la muerte
a la vida sin ocaso.
María “conservaba todas estas cosas meditándolas en
su corazón” (Lc 2,51). Ella, que bien merece la alabanza evangélica
“¡Mujer, qué grande es tu fe!” (Mt 15,28), sabe conjugar el pasado de
las maravillas del Señor con el futuro que sólo Él sabe suscitar. Su cántico de
alabanza, el Magnificat, expresa en pasado (“ha desplegado la
potencia de su brazo...”, Lc 1,51ss) sus certezas para el futuro.
Nuestra Señora del Sábado santo nos enseña a recuperar la memoria no sólo como
elemento de tradición, sino más bien, y fuertemente, como estímulo para el
progreso. En la escuela de su fe rica de esperanza, deberíamos preguntarnos:
¿de qué manera valorar, actualizándolas para el presente, las grandes
tradiciones del pasado de la Iglesia?
Pienso en el patrimonio de arte de nuestras
iglesias y me pregunto sobre cómo podría convertirse en medio de anuncio en un
mundo que siente tanto la necesidad de la Belleza que salva.
Pienso – para limitarme a otro ejemplo
significativo – en la riquísima tradición de los Oratorios, orgullo justificado
de nuestra historia de fe, y me pregunto de qué modo podrían corresponder
siempre mejor a las inquietudes y desafíos de las generaciones jóvenes, en
busca de alternativas a la monotonía de los deberes del día en noches
dilatadas, llenas de los ruidos fuertes de las discotecas, con gestos y signos
ilusorios y indescifrables en general para los adultos.
Y pienso de modo particularísimo en aquel lugar privilegiado
de la memoria de las mirabilia Dei, de las obras admirables de Dios, que
es la Sagrada Escritura. La gracia de una “consolación de la mente”, que ayude
a leer el sentido global de los acontecimientos de este mundo se halla en
estrecha relación con la lectura orante de la Biblia, con la lectio divina. El
que es fiel a la lectura de las Escrituras en actitud de fe recibe del Espíritu
Santo el don de pasar con gozo y confianza a través de los enigmas de la
historia, recogiendo en todo la manifestación del plan de Dios para la
salvación del hombre.
2. La esperanza que
abre al futuro
Los discípulos viven el Sábado santo en el temor y
el miedo de lo peor. Porque el futuro parece reservarles derrotas y
humillaciones crecientes. En cambio, María vive una esperanza confiada y
paciente; ella sabe que las promesas de Dios se cumplirán.
También en el sábado del tiempo en que nos
encontramos es necesario redescubrir la importancia de la espera; la ausencia
de esperanza es quizá la enfermedad mortal de las conciencias en la época
signada por el fin de los sueños ideológicos y de las aspiraciones vinculadas a
ellos.
A la indiferencia y a la frustración, a la
concentración sobre el puro goce del instante presente, sin espera de futuro,
puede oponerse como antídoto solamente la esperanza. No aquella esperanza
fundada sobre cálculos, previsiones y estadísticas, sino la esperanza que tiene
su único fundamento en la promesa de Dios. De nuevo Nuestra Señora del Sábado
santo irradia luz sobre la tarea que nos toca y que se ha hecho posible por el
don del Espíritu del Resucitado, el cual nos toca interiormente con la
“consolación del corazón”. Se trata de irradiar en torno a nosotros, con actos
simples de la vida cotidiana – sin forzar –, el gozo interior y la paz, frutos
de la consolación del Espíritu.
Creer en Cristo, muerto y resucitado por nosotros,
significa ser testigos de esperanza con la palabra y con la vida.
Con la palabra: no debemos temer tocar los grandes
temas objeto de la esperanza última, demasiado a menudo removidos de nuestro
lenguaje: la vida eterna y el conjunto de los novísimos que se conjugan con
ella (muerte, juicio, infierno, purgatorio; cf. para esto la carta pastoral “Estoy
a la puerta”).
Con la vida: estamos llamados a poner signos
creíbles e inequívocos de la luz que los valores últimos echan sobre los
valores penúltimos, haciendo elecciones de vida sobrias, pobres, castas,
inspiradas por la humildad y la paciencia de Cristo. Son estas elecciones, cada
vez más compartidas, las que imprimen a la tendencia general hacia la
globalización los correctivos necesarios para hacer de sus procesos no una raíz
mortífera de exclusión y marginación de los siempre más pobres, sino una
surgente de inclusión progresiva de todos en la participación solidaria en el intercambio
de los bienes producidos. También aquí nos resulta modelo y ayuda la “mujer
fuerte” (cf. Prov 31,10) del Sábado santo, que ha demostrado saber
esperar contra toda esperanza y creer en la imposible posibilidad de Dios más
allá de toda evidencia de su derrota.
3. La caridad que
reunifica el presente
El Sábado santo es para los discípulos la
experiencia de un presente grávido de tensiones y ellos lo viven advirtiendo
sobre todo la gran soledad en la cual los ha dejado la muerte de Jesús, del que
era la roca de su comunión.
No resulta difícil reconocer que esta experiencia
de soledad se extiende entre los cristianos de hoy. Puede ser sentida
ante todo a nivel personal, allí donde se experimentan las laceraciones
del corazón frente a la ausencia de futuro, a la falta de sentido, a la
incapacidad del diálogo. Pienso luego en los procesos de fragmentación que
atraviesan tantas veces la vida familiar, como también en las
dificultades de agrupación vividas en las comunidades parroquiales y en
los mismos movimientos y asociaciones, hasta el astillarse de la vida
política, signada por la separación entre representación y
representatividad (los representantes elegidos por el pueblo frecuentemente no
representan los reales necesidades e intereses del pueblo) y – hacia adentro
del mundo católico – por la dispersión que siguió el final de la unidad
política de los católicos.
María logra guardar no sólo la memoria de la comunión,
sino la caridad para vivirla en el presente. Está con los discípulos, los
conforta, los vuelve a reunir, los anima haciéndoles gustar los frutos de la
“consolación de la vida” que engendra comunión, en el tiempo del silencio de
Dios y de la aparente derrota del Amor crucificado ella es elemento de
cohesión, testimonio de amor compasivo y de proximidad operativa; en el
Cenáculo se dispone, ya llena del Espíritu Santo, a recibir con los discípulos
el don del nuevo inicio hecho posible por la resurrección de Jesús. En la
escuela de María no podemos dejar de preguntarnos cómo vivir nuestra condición
presente en la luz que el Resucitado proyecta sobre el sábado del tiempo en el
cual nos encontramos. En efecto, en el “camino-peregrinación eclesial a través
del espacio y el tiempo, y más aún a través de la historia de las almas, María
está presente” (JUAN PABLO II, Redemptoris Mater, n. 25).
A nivel de la existencia personal la escuela
de María puede ayudar a vencer la tentación de la angustia, para jugarse la
propia vida con ímpetu y confianza ante el Eterno: se trata de redescubrir la
vida misma como vocación a la cual corresponder en la fe en Dios y en la
fidelidad que Su fidelidad hacen posible. Solamente en esta perspectiva el
discernimiento vocacional, tan necesario a los individuos y a las urgencias de
la comunidad, encuentra su ambiente adecuado. Es abriéndose en la oración, con
Nuestra Señora, a la gracia de la “consolación de la vida” que resulta posible
perseverar y ser fieles hasta la muerte a la palabra dada al consagrarse a
Dios.
En cuanto a la comunión familiar me parece
que la luz de la caridad de María pide reencontrar y evangelizar cada vez más –
a tiempo y a destiempo – la caridad conyugal y en la familia, cual soplo
inspirador capaz de motivar ya sea la respuesta a la vocación matrimonial ya
sea la fidelidad, nueva cada día, a la alianza sellada en el sacramento
nupcial. Sin un amor de gratuidad, alimentado en las surgentes de la gracia, es
imposible poder vivir en continuidad el don recíproco que la vida matrimonial
exige y gastarse con sacrificio personal para que la vida de la familia sea
vivida como lugar de libertad, de crecimiento, de verdad. El desafío de la
crisis de las relaciones conyugales y familiares no puede afrontarse y
superarse sino mediante el perdón recíproco repetido y la solicitud de la
caridad inspirada por el Evangelio.
Análogamente, la comunión en la vida eclesial
– en todos los niveles, de la parroquia a la diócesis, de los movimientos a las
asociaciones – pide el ímpetu de la caridad de Nuestra Señora del Sábado santo:
todos debemos recibirnos y perdonarnos a ejemplo del Señor. El Papa nos ha dado
un testimonio extraordinario con las peticiones de perdón en nombre de toda la
Iglesia y con el perdón ofrecido personalmente a quien atentó contra él.
Es necesario ejercer el diálogo entre
nosotros y con todos. Pienso en la necesidad de un impulso incesante creativo y
operante en la vida de los organismos colegiales parroquiales y diocesanos,
donde la presencia de los agentes pastorales laicos cada vez mejor animados,
sostenidos y formados, será determinante. Pienso – en la perspectiva de la Iglesia
universal de la cual no podemos dejar de sentirnos parte viva – en la
urgencia de afrontar y resolver juntos a nivel verdaderamente católico los
grandes desafíos de la vida de hoy, tanto a nivel mundial, cuanto más
específicamente en nuestra sociedad europea (en este sentido se dirigía el
tercer “sueño” de que he hablado en mi intervención en el Sínodo europeo de
octubre último). Pienso en la promoción del diálogo ecuménico – la reciente
declaración de Augsburg sobre la justificación entre católicos y luteranos es
un fruto precioso; pienso en el diálogo interreligioso que aparece cada
vez más como una urgencia ineludible, no simplemente con motivo de la presencia
creciente entre nosotros de inmigrantes pertenecientes a mundos religiosos
diversos del nuestro, sino también por la responsabilidad que los creyentes en
Dios de todas las denominaciones tienen en conjunto de dar testimonio de Su
primacía sobre la vida y sobre la historia, contribuyendo así a fundar y
comportamiento compartido, éticamente responsable hacia los otros.
El diálogo y la caridad que debe inspirarlo con una
urgencia también en la relación entre sociedad civil y representantes
políticos: nos lo ha recordado la última Semana Social de los Católicos
Italianos, celebrada en Nápoles en noviembre último, que ha focalizado la
relación necesaria, en la debida distinción, entre mediación política,
instituciones y sociedad civil en el país. Si en el pasado prevalecía una
lógica pasiva de la delegación, hoy asistimos frecuentemente a una separación
preocupante entre política y vida eclesial, entre ética y servicio público,
entre intereses personales e intereses colectivos. También en el “sábado de la
política” es necesario hacer resplandecer algún rayo del domingo de la
resurrección. Hará falta educar tanto en el ejercicio de la caridad política
como en el diálogo entre las agrupaciones – que forman el tejido de la sociedad
civil y que muchas veces son expresiones de la comunidad eclesial – y los que
se comprometen en la mediación política o son llamados al servicio del bien
común en las instituciones. Finalmente, en la relación entre el hombre y la
creación se debe discernir y recorrer vías de reconciliación: la laceración
de la persona en sí misma y en sus relaciones se refleja en el desequilibrio en
el cual frecuentemente se vive la relación entre historia y naturaleza. La
crisis ecológica consiste exactamente en el desequilibrio inducido entre los
tiempos biológicos y los tiempos impuestos por el hombre: éste – con los medios
tecnológicos y científicos de que hoy dispone – puede modificar, en modo rápido
e irreversible, lo que la naturaleza ha producido en milenios y muchas veces
millones de años. Un uso sobrio de las posibilidades de la técnica se revela
cada vez más urgente y necesario para todos en el proceso creciente de
globalización: también aquí la conciencia de estar en el sábado del tiempo y no
en el día del cumplimiento nos debe inducir a elecciones equilibradas, en las
cuales el saber y el poder se revelen capaces de automoderación en vistas al
crecimiento de la calidad de la vida de todos y para todos.
Confío, para estos caminos, en la capacidad
creadora y ejemplar de nuestros jóvenes que saben mirar el ejemplo de María y
que quisiera como llamar a recogimiento para que asuman en este contexto sus
responsabilidades para el futuro.
4. ¿Dónde estamos? ¿A
dónde vamos?
Estamos por tanto en el sábado del tiempo,
encaminados hacia el octavo día: entre el “ya” y el “todavía no” debemos evitar
absolutizar el hoy, con actitudes de triunfalismo o, al contrario, de derrota.
No podemos detenernos en la oscuridad del Viernes santo, en una especie de
“cristianismo sin redención”; no podemos tampoco apurar la plena revelación de
la victoria de Pascua en nosotros, que se cumplirá en la segunda venida del
Hijo del hombre.
Estamos invitados a vivir como peregrinos en la
noche iluminada por la esperanza de la fe y caldeada por la autenticidad del
amor: el año jubilar es, en este sentido, una nueva aurora que, entre la
memoria renovada de las maravillas de Dios y la espera de su cumplimiento
definitivo, alimenta el compromiso, renueva el ímpetu, nos hace sentir
resguardados en el seno del Padre junto a Cristo (cf. Col 3, 3), con
María, como María, en el Sábado santo de su fe rica de caridad.
Entonces, el sábado del tiempo aparecerá a nuestros
ojos como ya signado por los colores del alba prometida, y la pálida luz de los
días que pasan se iluminará con los primeros rayos del día que no pasa, el
octavo y el último, el primero de la vida eterna de todos los resucitados en el
Resucitado.
Cada año la celebración del Triduo pascual nos
acompaña y nos ilumina en este itinerario de memoria. En la riqueza de las
palabras y de los gestos, orienta cada vez a la Iglesia a leerse en el marco
del plan de salvación entero, a entender en qué dirección orientarse, qué
futuro prefigurar. Los invito a celebrar el Triduo pascual en este clima
espiritual, preparándolo cuidadosamente, en continuidad con los pasos con que
en estos años lo estamos revalorizando, para volverlo a ganar en el
conocimiento de nuestras comunidades.
Nuestra celebración, radicada dentro de una
tradición litúrgica rica como es la nuestra ambrosiana, se vuelve entrada en el
“sábado del tiempo” recapitulado en la Pascua de Jesús, para abrevar en su
riqueza de sentido, para vivir la gracia que de él se libera. Encaminémonos
cada vez más convencidos a celebrar y a vivir con esta sensibilidad todos los
tiempos litúrgicos, a partir del dominical. Allí reencontraremos cada vez una
ayuda para superar el desconcierto que nos invade y a vivir de la gracia
luminosa que ha esclarecido el Sábado santo de María.
5. Para intentar un
balance: una cita, una invitación
Quisiera que, mirando hacia atrás, a las tres
semanas de años de mi servicio en Milán, emergiese a luz lo que de todos
nuestros diálogos y en todas nuestras iniciativas pastorales ha sido
verdaderamente el centro y el corazón; quisiera que lo que el Espíritu ha dicho
a nuestra Iglesia durante mi servicio de obispo resultara simple y claro para
todos.
Con tal fin tengo necesidad de la ayuda de todos
ustedes y por esto concluyo la carta – en tantos aspectos “sabática” –
dirigiéndoles una invitación. Les pido, pues, responder como individuos y como
comunidad a la pregunta siguiente: ¿qué les ha ayudado sobre todo en estos años
a caminar y crecer en el amor del Padre, en la gracia de Cristo y en la
comunión del Espíritu Santo? ¿Qué queda vivo y vivificante de estos dos
decenios de camino recorrido juntos? ¿Qué ha dicho el Espíritu Santo a nuestra
Iglesia milanesa?
Sería deseable que las respuestas fueran fruto de
oración: podrían luego comunicarme por escrito lo que el Señor les ha sugerido.
Gracias a sus aportes intentaré hacer un balance que querría expresar en una
especie de “Confessio laudis, vitae et fidei”.
Nos ayude en esta mirada Nuestra Señora, cuya fe
generosa vivida en el Sábado santo ha ocupado el centro de esta carta, y cuyo
testimonio e intercesión han acompañado mi servicio de pastor. A ella con
ustedes nuevamente me confío en el año jubilar de la encarnación de su Hijo,
nuestro Salvador, el Redentor del hombre.
Domingo 6 de agosto de 2000, fiesta de la
Transfiguración del Señor y vigésimo segundo aniversario de la muerte del Papa
Pablo VI.
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